"Mamá. ¡Una paloma está haciendo un nido en la ventana!"
Y era cierto. La palomita se afanaba construyendo su nido.
Consideré
mis opciones. Romper el nido antes que la paloma se pusiera muy cómoda o
dejarlo y ser testigos, en primera fila, de un milagro de vida.
Finalmente decidí hacer lo segundo.
Pronto,
la paloma (o la pareja de palomas, como descubrimos después) tenían su
nido completo. Un día apareció un huevo, al día siguiente, otro.
Al poco tiempo, dos palomitas bebés completaron la familia.
Observamos
fascinados cómo ambos padres cuidaban de sus retoños. Con una
abnegación sorprendente. Estaban a tanto de todas sus necesidades. Los
alimentaban, los protegían, les ayudaron, incluso, a que abrieran sus
plumas.
Allí estaban las palomas. Todo el día y toda la noche. Cuidando sus bebés.
Un día, las padres se fueron.
Los bebés esperaron juntitos. Los minutos se hicieron horas. Era evidente que los padres no regresarían.
Tímidamente,
uno de los bebés se acercó a la orilla de la ventana. Y en un acto de
pura fe, o desesperación, se lanzó al vacío. Dispuesto a comenzar su
vida.
Sólo quedaba un bebé. Asustado. Acurrucado en el
nido. Sin saber exactamente lo que pasaba. Me preguntaba si este bebé no
estaba listo. Si moriría por el temor de enfrentar la vida.
Al
día siguiente, la naturaleza y los instintos se hicieron cargo. El
pequeño bebé salió resuelto del nido. Dió unos pasos vacilantes sobre la
cornisa, tomó impulso y se fué.
Cuánto amor necesita
un padre para cuidar amorosamente a sus hijos. Cuánta dedicación para
procurar su bienestar. Sin importar lo que ocurra. Protegiéndoles con su
vida si es necesario.
Sin embargo, cuánto más amor y
valentía se necesita para dejar el nido. Y volar lejos. Seguro de que su
misión se ha cumplido. De que su ciclo ha terminado. Sin saber
exactamente lo que va a pasar, pero convencido de que es hora de
retirarse.
La sabiduría está en reconocer cuándo es el momento de alejarse y dejar que la nueva vida vuele.